domingo, 22 de mayo de 2016

El resto de mis días y tus años


         —    Alelito, alelito ¿dode está?
         —    Aquí estoy mi ratoncillo – le decía su abuelo sentado al otro lado de la mesa

Sobresaltado, se le cayó su pequeño coche de carreras de las manos, el regalo más reciente y preciado que le había regalado su abuelo

          —    ¿Po e…po que no viene tato po la casa?

El abuelo aguardo
un minuto antes de contestar, en su cara denotaba preocupación, hacia ya dos semanas que no iba a verlo. Había crecido mucho en muy poco tiempo, pero seguía siendo el mismo ratoncito de siempre, el de sus ojos, azul cielo y su pelo cobrizo

         —    Mi ratoncito — suspiro, aun sin saber muy bien como continuar — sabes que ya no puedo estar          todo el día aquí
         —    Pelo, ate si estaba
         —    Las cosas cambia, ya lo entenderás cuando seas grande
         —    Ya soy gande — le grito airado
         —    Lo sé, lo sé — dijo con dulzura mientras sonreía

Sabía que cuando se enfadaba, era imposible razonar con él, lo echaba tanto de menos

         —    Intentaré venir mas a verte, ¿vale?

Se quedo mirándolo, en los ojos solo había pena. Sollozando se levanto de su silla y se dirigió hacia donde estaba su abuelo, rodeando la mesa a grandes zancadas, tan rápido como se lo permitían sus pequeñas piernas

         —    No — comenzó el niño— quielo que esté             siemple… siemple aquí

Cayó de rodillas y se abrazo con fuerza a sus piernas, limpiándose las lagrimas en su pantalón, que derramaba con más fuerza entre respiración pausada y ronca. El abuelo, cada vez más conmovido, empezó a acariciar el pelo, mirándolo, pensando en todo lo que podría haber hecho con él, pero ya no podía

         —    Si es lo que quieres, así será — le levanto la cabeza con cuidado de sus piernas, y le miro a los            ojos — te lo prometo, estaré siempre a tu lado, pero prométeme, que nunca me olvidaras —                titubeo un segundo, pero finalmente asintió, sonrió y prosiguió— Ahora cierra los ojos mi                    pequeño — y con un sueve roce, le beso en la frente


Obediente, cerró los ojos con fuerza. Cuando los abrió de nuevo, ya no estaba en la cocina, sino en la cama, abrazado a su oso de peluche, empapado ahora en lágrimas. Se incorporo y recorrió con la mirada su cuarto, confuso. No veía a su abuelo, pero sin comprender muy bien como, sabía que estaba allí, sentado en la mecedora de su cuarto, donde siempre le contaba sus historias y lo protegía de la oscuridad por las noches. Nunca lo abandonaría, porque su abuelito siempre cumplía sus promesas.

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